sábado, 14 de abril de 2012

Los 100 de “Mongo”

por Rubicel González
Con la llegada del nuevo año lo decidió. Aceptaría la oferta de trabajo que un señor, a poco más de cinco kilómetros de su casa, le hiciera tiempo atrás. Todavía en la pubertad, delgado, con el cabello ralo y más chico que en el siglo XXI, Ramón Reyes exhibía la huella inequívoca de tantas horas laborando bajo el sol tropical. Quien lo viera en esta faena, sin dudas le enmendaría más primaveras.
Apenas había cumplido los 16 el 18 de octubre cuando le dijeron en su natal Los Haticos: “Pollo, vámonos pa’ ya para que cuides las reces y dos mujeres solas”. Fue el inicio del viaje de su vida cuyo acontecer estaría ligado para siempre a La Macagua, su nuevo y perenne hogar 84 años después.
El barrio en esa época era muy pobre, las casas se esparramaban como aislados oasis donde la actividad tecnológica del hombre nos parece hoy idílica. Eran humildes hogares de guano y tabla de palma con escasos vecinos. El camino, angosto y bordeado por viejos mayales, alcanzaba su máxima incomodidad cuando los aguaceros convertían algunos puntos en resbaladizos fangales. En aquel tiempo el transporte era en caballos.
Los nutridos palmares gobernaban la zona, en nuestros días aquella sensación que lo cautivó permanece encendida como diáfana relación entre el hombre y el más gallardo de los árboles cubanos. Comenzó a trabajar en la tierra y cuidar vacas. Le dijeron: usted va a ganar 10 pesos al mes y la comida.
Después, por demostrar su valía como hombre de campo le aumentaron el sueldo. Al poco tiempo gozaba de su primer pedacito personal cuando le ofrecieron un por ciento de las cosechas, decisivo paso que el ahorro personal y la cría de cerdos lo multiplicaron en cinco buenos terrenos para labrar.
Con cierta estabilidad económica pensó en el matrimonio, de cuya unión nacieron dos hembras y su primogénito barón que luego le dieron ocho nietos y siete bisnietos. Estas estampas familiares no desaparecen de su mente aún cuando el recuerdo de los que no están arranca alguna que otra evocación al pasado. Pero celebrar su cumpleaños no puede faltar: los tragos de ron, el sabroso arroz con pollo, el dominó y la charla amena en la añeja casa ocupan emotivos momentos entre amigos y vecinos.
Así lo hizo en su siglo de vida: “¿Llegar a los 100 años? ¡Me siento con el mismo valor de cuando tenía 15! Es más, que me pienso casar porque la peor enfermedad que tengo es que estoy romántico siempre. Ese es el problema”. Lo dice solo en broma pues cree ciegamente que el matrimonio es una unión hasta la muerte.
“He llagado a tanta edad por comer, beber y trabajar. He pasado abundancia, hambre y todo. Cuando triunfó la Revolución tenía 49 años, yo si conocí la época pasada hasta que llegó el socialismo a hacer el bien. En algún momento he hecho dieta pero por necesidad.
“Para uno durar mucho debe llevar el espíritu dentro, con ese don dentro y después empezar a nadar y como dijo Martí, el hombre hay que prepararlo para la vida. Aunque no practico ninguna religión, creo que parte del secreto esta en el evangelio. Tengo antecedentes de vejez en la familia: un hermano de 102 y otro de 98 años. Mi abuela murió de 118 años, con esa edad aún nos contaba de las guerras de independencia.
“Nos detallaba como vivían, lo que le pasaba a la gente donde ella echó raíces. Tuvo tres familias porque la misma guerra les arrancaba los maridos. Mi mama era de origen Catalán. Mi papa era casi analfabeto, a los 14 años pidió un fusil para pelear, era el hijo mayor y le dijo a la madre: vieja, me voy a presentar al campamento de Juan Suárez para que me den una escopeta y combatir a los españoles porque yo no aguanto abusen de nadie. No aprendió a leer pero tenía sus principios. El también vivió noventipico de años”, asegura Ramón Reyes.
Y en efecto, su padre fue combatiente de Juan Suárez, delegado por La Cuaba al Partido Revolucionario Cubano y Coronel del Ejército Libertador, quien en enero de 1898 tuvo confrontación con el enemigo en la zona de La Macagua, según lo describe el libro Calixto García, su campaña en el 95 de Anibal Escalante.
Aunque reconoce como su fuerte la agricultura, Mongo, apodo más popular que su nombre de pila, también sabe de carpintería, mecánica y siente atracción por el periodismo. Sin embargo, su verdadera vocación por conocer todo tipo de mata lo convirtió, como lo confiesa orgulloso, en naturalista. Un título a golpe de investigación autodidacta y experiencia acumulada en largo tiempo, por eso se jacta de saber lo que da la tierra solo con verla.
Durante décadas su sapiensa como granjero es escuchada pues demostró que lo principal para que la tierra de el máximo es preparar bien los terrenos y conocer sus propiedades para escoger qué cultivo realizar. La preparación de la semilla, atender bien la planta, sobre todo contra malas hierbas, son los consejos que este campesino nato socializa con la misma lucidez de cuando tenía 50 años, medio siglo atrás.
“Es mejor no aplicar sustancias químicas para combatir el herbaje. Lo que más coseché fue plátano, yuca, ají y piña...diario llevaba a la ciudad tres caballos cargados y hasta en la Capital era reconocida la calidad del fruto. Hay que saber cosechar las cosas a su tiempo y cuidar la transportación para que no mengüen su aspecto o propiedades”.
“La naranja, por ejemplo, cuando se injerta debe estaquillarse para que se críe derecha y luego conformarle su copa. Sin embargo, el sol tuesta la cáscara y se le cae; ahí aprovecha el gusano para barrenar el tallo y llegar hasta la raíz: así entra la plaga. Estos terrenos son dulces para cítricos, yo tuve plantaciones de recogerle 300 mil naranjas”, le gusta repetir mientras entorcha un tabaco sobre sus pesadas piernas pero que todavía sostienen ligeras caminatas hogareñas.
“Me han pasado cosas buenas y malas, buenas que gracias a mi trabajo pude tener esta vida. Venimos a la tierra a cumplir una misión y por el camino que llevo me falta bastante, hay mucho material que cortar”, confiesa con optimismo. Las amenazas de guerra, las crisis mundiales, la sequía lo hacen reflexionar pero no le arrancan la fe de vivir. Mientras, continúa compartiendo su conocimiento popular y enriqueciendo la historia local como un nuevo habitante de un barrio semidescubierto.

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